ADELINA PÉREZ BLAYA

PERLAS ¿Quién se lo ha dicho a la Madre? ¿Quién la noticia le diera? ¡Que han apresado a Jesús cuando oraba allá en la huerta! Quien lo ha dicho, jadeante por una larga carrera, esperaba por respuesta un grito triste y agudo de la Madre Nazarena. Con asombro por su parte oye esta dolida queja: ¡Hijo! ¿Es que tu hora llega? Es noche de luna llena, hay luz de plata por la ciudad; pero en el huerto donde él oraba cortan las ramas su claridad. Es noche densa para el que reza, su alma ofrecida bañada va, en la tristeza y en la agonía, su hora suprema muy cerca está. Por el camino del puentecillo algunas luces no bien se ven: son los hachones que traen los guardias que al nazareno van a aprehender. Pero la noche y su horrible sombra, sobre el Ungido y la ciudad y el claro día que a Oriente asoma, está marcado en la eternidad. Alguien la turba rodea y mira, como un madero se ve asomar, desaparece, la gente grita y al poco rato vuelve a brotar. Parece un hombre... no lo parece ¿quién será el reo de tal maldad? Está su cara teñida en rojo como un cordero en tiempo pascual. De entre la turba sin ser de ella surge un dolor, que no otra cosa se siente al ver a la que es la Madre del Salvador. Busca los ojos del Hijo amado, fue su mirada duro puñal, sus corazones ¡ay! se han herido, tan sólo al verse, con su mirar. La pena de la Madre infinitó en el Hijo su amarga soledad. La sangre derramada traspasó de la virgen el alma maternal. Y un raudal de amargura brotando de sus ojos con la sangre del Hijo la tierra humedeció. Y lloró tanto, tanto la virgen nazarena, que sus lágrimas fueron hasta el arroyo Ebrón mezclando la corriente que su llanto aumentó. Las aguas del arroyo sintieron tal respeto por el llanto bendito que su caudal llevó, que nunca se atrevieron a fundirlo en sus aguas y el llanto de la Virgen hasta la mar llegó. Y las aguas del mar, tan heladas y frías, el ardoroso llanto no quisieron tomar y las lágrimas puras rodando hasta el abismo no encuentran quien las haga dejar de resbalar. Al fin, en una ostra que perdiera su hija, del llanto de la Virgen cesó el peregrinar, y tanto amó la ostra el dolor que escondía que sólo a duras penas se le puede arrancar. El tesoro precioso que el mar guarda en su seno lágrimas virginales cristalizadas son. Su delicado tinte, su bellísimo oriente, reflejo es de los ojos de quien los derramó. Adelina Pérez Blaya.